viernes, 27 de enero de 2017

"Una casa encantada", Virginia Woolf

(1921)

Nieta del escritor William Thackeray, hija del escritor Sir Leslie Stephen y esposa del también escritor Leonard Woolf, Virginia Woolf (1882-1941) es, junto con James Joyce, una de las figuras más importantes de la novelística inglesa del siglo XX y, sin duda, de todos los tiempos. Fue miembro del Grupo de Bloomsbury, que integraba con Leonard Woolf, E.M. Forster,  John Maynard Keynes, T.S. Eliot y su hermana, la también escritora Vanessa Bell. "Una casa encantada" es una pequeñísima muestra de su estilo sutil y desconcertante.

"A Haunted House", The Complete Shorter Fiction of Virginia Woolf, Harcourt & Brace, Florida, 1989.

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Donde quiera que uno se pusiera había una puerta que se cerraraba. Iban de cuarto en cuarto, la mano de uno en la mano del otro. Levantaban algo aquí, habrían algo allá, se apoderaban de las cosas. Eran una pareja de fantasmas.
-La dejamos por aquí -decía ella.
Y él añadía:
-Oh, pero la caja.
-Está arriba -murmuraba ella.
-Y en el jardín -susurraba él.
-Silencio -decían ambos-: los despertaremos. Pero no fueron ustedes quienes nos despertaron.
-Están buscándola. Están corriendo la cortina -quizá, diría uno, y leería una o dos páginas más-. Acaban de encontrarlo -diría uno con seguridad, y el lápiz se detendría cerca del margen.
Luego, cansado de leer, uno se levantaría y se dedicaría a hacer sus cosas, la casa totalmente vacía, las puertas siempre abiertas, sólo las palomas del bosque, burbujeantes de contento, el zumbido de la trilladora que llegaba desde la granja.
-¿Para qué vine aquí? ¿Qué estaba buscando?
Mis manos estaban vacías.
-Entonces debe estar arriba.
Sobre el desván había manzanas. Y de nuevo bajar, el jardín tranquilo como siempre; sólo había un libro tirado en el pasto.
Pero la habían dejado en el estudio. Y nadie era capaz de verlos. Las ventanas reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes sobre los cristales. Si se desplazaban por el estudio, las manzanas sólo mostraban su lado amarillo. Sin embargo, un momento después, si la puerta estaba abierta, derramadas sobre el piso, colgadas de las paredes, pendiendo del techo había... ¿qué?. Mis manos estaban vacías. La sombra de un tordo cruzaba por la alfombra; desde los pozos más profundos del silencio, la paloma silvestre burbujeaba su canto. "Seguro, seguro, seguro." La casa latía con golpes suaves. "El tesoro enterrado, el cuarto..." El latido se interrumpía. Ah: ¿Se trataba acaso de un tesoro enterrado?

Un momento después, la luz se había desvanecido. ¿Afuera, entonces? ¿En el jardín? Pero los árboles arrojaban oscuridad sobre los rayos erráticos del sol. Tan hermosos, tan extraños, los brillos helados en la superficie del cristal me parecían tan candentes cuando estaban del otro lado... El cristal estaba muerto; la muerte estaba entre nosotros. La muerte llegó primero para la mujer, cientos de años atrás. Dejó la casa abandonada, todas las ventanas fueron tapiadas. Los cuartos quedaron en tinieblas. Él se fue de la casa, se fue de ella; viajó hacia el norte y hacía el este, vio las estrellas girar en los cielos del sur; suspiró por la casa, la encontró derrumbada a los pies de una pendiente. "Seguro, seguro, seguro", golpearon alegremente los latidos de la casa. "El Tesoro es tuyo."
El viento ruge por la avenida. Los árboles se balancean y se doblan de acá hacia allá. Los rayos de la luna se estrellan salvajes contra la lluvia, caen. Pero la luz de la farola se derrumba pesadamente al atravesar la ventana. La vela arde rígida, quieta. Errante, por toda la casa, abriendo ventanas, susurrando para no despertarnos, la pareja fantasmal intenta encontrar el goce.
-Aquí dormíamos -dice ella.
Y él añade:
-No había límite para los besos.
-Despertar por las mañanas...
-La luz plateada entre los árboles...
-Escaleras arriba...
-En el jardín...
-Cuando llegaba el verano...
-En las nevadas del invierno...
Las puertas iban cerrándose a la distancia, con golpes tan suaves como el latido de un corazón.
Se acercan bastante; se detienen en la entrada. El viento se esparce. La lluvia derrama su plata sobre los cristales. Nuestros ojos se oscurecen: no escuchamos pasos a nuestro lado, no vemos a la dama que abre su abrigo espectral. Las manos de él protegen la linterna.
-Mira -suspira-. Se oye como si durmieran. Hay amor en sus labios.
Inclinados, con su lámpara plateada sobre nosotros, miran larga y profundamente.
Una larga pausa. El viento golpea de frente; también la llama se inclina, apenas. Salvajes fulgores de luna cruzan el piso y las paredes, y se entrecruzan y tiñen sus caras inclinadas, sus caras meditabundas, sus caras que escrutan a los durmientes y tratan de escrutar también sus goces más ocultos.
"Seguro, seguro, seguro", golpea con orgullo el corazón de la casa.
-Pasaron muchos años -suspira él.
- Volviste a encontrarme. Aquí -murmura ella-, durmiendo, leyendo en el jardín, riéndome, haciendo rodar las manzanas desde el desván. Aquí perdimos nuestro tesoro...
Están inclinados. Su luz alza los párpados de mis ojos. "Seguro, seguro, seguro", golpean salvajemente los latidos de la casa. Despierto y grito:
-¡Ah! ¿Este es su tesoro enterrado? La luz del corazón.

En Del amor de la Muerte.
Grupo editorial Vid, S.A. de C.V., 1999.
ISBN 968-7372-37-0

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