lunes, 12 de noviembre de 2018

Sobre Rozz Williams

Esta entrada me ha parecido interesante, por el fragmento de lo escrito por su allegado y la mención de sus proyectos. Sin dudas era un bellísimo, talentoso y auténtico artista, que quizás no encontraría más en el mundo, siendo demasiado extraordinario para él. Es interesante notar la enorme diferencia también en cómo era quienes hicieron nacer el movimiento. En ese tiempo era completamente lícito e innegable llamarle un movimiento artístico. El consejo sobre prevención del suicido lo encuentro prosaico y sobrado. Quienes leyeron mi entrada de hace un tiempo comprenderán a qué me refiero. En palabras de Émil Cioran: Quien vive demasiado malogra su… biografía. En resumidas cuentas, sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos."
https://www.post-punk.com/20-years-ago-rozz-williams-committed-suicide/amp/

martes, 26 de diciembre de 2017

"Nunc Dimittis", Tanith Lee


La Vampira era vieja, y había dejado de ser hermosa. Al igual que todos los seres vivos, había envejecido, aunque con gran lentitud, como los altos árboles del parque. Esbeltos, flacos y sin hojas, los árboles se alzaban allí fuera, más allá de las alargadas ventanas, salpicados por la lluvia en la grisácea mañana. Mientras tanto ella estaba sentada en su silla de alto respaldo, en aquel rincón de la habitación donde las cortinas de grueso encaje amarillo y las persianas de color rojo oscuro impedían el paso de hasta la última pizca de luz exterior. A la tenue lucecilla de la adornada lámpara de aceite, la Vampira había estado leyendo. La lámpara procedía de un palacio ruso. El libro había agraciado en tiempos la biblioteca de un corrupto Papa llamado, en su existencia temporal. Rodrigo Borgia. Las secas manos de la Vampira habían caído sobre la página. Iba ataviada con su negro vestido de encaje, que tenía ciento ochenta años de antigüedad, mucho menos viejo que ella misma, y desde su silla miró al anciano, veteado por el brillo de lejanas ventanas.

—Dices que estás cansado, Vassu. Sé cómo te sientes. Muy cansado e incapaz de reposar. Es terrible.

—Pero, princesa —dijo tranquilamente el anciano—, es más que eso. Estoy agonizando.

La Vampira se agitó ligeramente. Las pálidas hojas de sus manos arrancaron un susurro a la página. Miró fijamente al viejo, con una extrañeza casi infantil.

—¿Agonizando? ¿Es posible? ¿Estás seguro?

El anciano, limpio y pulido con su negro ropaje, asintió humildemente.

—Sí, princesa.

—Oh, Vassu —dijo ella—, ¿estás contento?

El hombre parecía un poco avergonzado.

—Perdóname, princesa —dijo por fin—, pero estoy muy contento. Sí, muy contento.

—Comprendo.

—Pero, de todas formas —añadió Vassu—, estoy preocupado por ti.

—No, no —dijo la Vampira, con la frágil y perfecta cortesía de su clase y de su especie—. No, no debes preocuparte por eso. Has sido un buen siervo. Mucho mejor que lo que yo podía esperar. Estoy agradecida, Vassu, por todas tus atenciones hacia mí. Te echaré de menos. Pero te has ganado... —Vaciló. Y agregó—: Has ganado con creces tu paz.

—Pero tú...

—Me las apañaré perfectamente. Mis necesidades son pocas, ahora. Mis días de cazadora pasaron, y también las noches. ¿Recuerdas, Vassu?

—Recuerdo, princesa.

—Cuando yo estaba tan hambrienta, cuando era tan insaciable. Y tan encantadora. Mi blanca cara en mil espejos de salón de baile. Mis zapatillas de seda manchadas de rocío. Y mis amantes caminando en la fría mañana, donde yo los había dejado. Pero ahora no duermo, raramente tengo hambre. Nunca deseo. Nunca amo. Son las comodidades de la vejez. Sólo hay una comodidad que se me niega. Y quién sabe. Un día, también yo...

Le sonrió. Sus dientes eran hermosos, pero casi romos ya; las exquisitas puntas de los caninos estaban muy desgastadas.

—Déjame cuando tengas que hacerlo —dijo ella—. Lloraré tu ausencia. Pero no pido nada más, mi buen y noble amigo.

El anciano inclinó la cabeza.

—Me quedan —dijo— escasos días, un puñado de noches. Hay algo que deseo hacer en estos momentos. Intentaré encontrar una persona que pueda ocupar mi lugar.

La Vampira le miró fijamente de nuevo, asombrada en esta ocasión.

—Pero, Vassu, mi insustituible siervo..., eso ya no es posible.

—Sí. Si actúo con rapidez.

—El mundo no es como era —dijo ella, con grave y espantosa sabiduría.

Vassu alzó la cabeza. El tono de su respuesta fue más grave.

—El mundo es como siempre ha sido, princesa. Pero nuestras percepciones de él se han agudizado. Nuestro conocimiento es menos soportable.

La Vampira asintió.

—Sí, así debe ser. ¿Cómo es posible que el mundo haya cambiado tan terriblemente? Debemos ser nosotros los que hemos cambiado.

Vassu despabiló la mecha de la lámpara antes de irse. En el exterior, la lluvia goteaba sin cesar en los árboles.

La ciudad, bajo la lluvia, no era muy distinta a un bosque. Pero el anciano, que había estado en muchos bosques y en muchas ciudades, no sentía demasiada simpatía por el lugar. Sus simpatías, sus sentidos, estaban aleccionadas para otras cosas. No obstante, era consciente de su extravagante y anacrónico efecto, como el de una figura de un cuadro surrealista. Caminaba por las calles con prendas de una época pasada, sabiendo que ni se mezclaba con el ambiente ni debía rendirle homenaje alguno. Pero cuando una pandilla de niños o jóvenes, como ocurría algunas veces, se burlaba de él y le gritaba los insultos con los que él estaba familiarizado en veinte idiomas, Vassu ni se asustaba ni se molestaba. No le preocupaban esas cosas. Había estado en muchos sitios, había visto muchas cosas; ciudades que ardían o se arruinaban, los jóvenes que envejecían, como él, y que morían, como ahora él, por fin, moriría. El pensamiento de la muerte lo calmó, lo alivió, y vino acompañado por una gran tristeza, una extraña envidia. No deseaba abandonar a la princesa. Naturalmente que no. Pensar en su vulnerabilidad en aquel mundo cruel, no nuevo en su crueldad pero antiguo, aunque se había dado cuenta de ello hacía poco tiempo..., esa idea le horrorizaba. Por ello la tristeza. Y los celos..., porque debía encontrar otro hombre que ocupara su lugar. Y ese otro hombre sería para ella, como había sido él.

Los recuerdos brotaron y se esfumaron en su cerebro como castillos en el aire mientras recorría las calles. Al subir los escalones de museos y pasos inferiores, Vassu recordó otros escalones de otras tierras, de mármol y fina piedra. Y al mirar desde elevados balcones, la ciudad reducida a un mapa, recordó las torres de las catedrales, los picos de las montañas escudriñados por las estrellas. Y por fin, como si leyera hacia atrás las hojas de un libro, llegó al principio.

Allí estaba ella, entre dos altas tumbas blancas, con los terrenos del castillo detrás, todo plateado por la penumbra anterior al alba. Lucía un vestido de baile, y una larga capa blanca. E incluso entonces, su cabello iba peinado a la moda de hacía un siglo. Oscuro cabello, igual que flores negras.

Vassu sabía desde hacía un año que iba a servir a la princesa. Lo supo en el momento en que oyó hablar de ella en la ciudad. La gente no temía a aquella mujer, la respetaba. Ella no atacaba a los suyos, como habían hecho algunos miembros de su estirpe.

En cuanto pudo levantarse de la cama, fue en busca de ella. Se había arrodillado, había tartamudeado algo. Sólo tenía dieciséis años, y ella no muchos más. Pero la mujer se había limitado a mirarle tranquilamente.

—Lo sé —le había dicho ella—. Sé bienvenido.

Había pronunciado esas palabras en un idioma que en la actualidad raramente empleaban. Pero siempre que Vassu recordaba aquel encuentro, ella las pronunciaba en idéntico lenguaje, y con idéntico tono dulce.

Por todas partes, en la pequeña cafetería donde Vassu se había detenido para sentarse y tomar un café, vagas sombras iban y venían. Sin interés para él, sin utilidad para ella. Durante toda la mañana nada le había obligado a estar alerta. El elegido lo sabría. Lo sabría, del mismo modo que Vassu lo había sabido.

Se levantó, salió de la cafetería, y siguió soñando despierto. Un alargado vehículo negro se deslizó junto a él, y Vassu recordó un carruaje que tallaba la blanca nieve...

Una pisada rozó el pavimento tal vez a cinco metros detrás de él. El anciano no dudó. Siguió andando y entró en un callejón que se extendía entre elevados edificios. Las pisadas le siguieron. No las escuchó todas, sólo una de cada siete, o de cada ocho. Un menudo cable de tensión se tensó en su interior, pero no dio muestra alguna de ello. El agua corría por el embaldosado suelo, y el ruido de la ciudad había desaparecido.

De pronto, notó una mano en la nuca, una mano fuerte, cálida y segura, una mano que de momento no le causaba daño, prácticamente el tacto de un amante.

—Así está bien, viejo. Quietecito. No quiero hacerte daño, no si estás quieto.

Vassu permaneció inmóvil, con la cálida y vital mano en la nuca, y aguardó.

—Muy bien —sonó la voz, masculina, joven y dotada de cierto rasgo esquivo—- Ahora dame tu cartera.

El anciano respondió con voz temblorosa, muy extraña, muy asustada.

—Yo no..., no tengo cartera.

La mano alteró su carácter, le aferró, le mordió.

—No mientas. Puedo hacerte daño. No quiero hacerlo, pero puedo. Dame todo el dinero que tengas.

—Sí —tartamudeó Vassu—. Sí..., sí...

Y se escabulló del firme y despiadado puño igual que agua, dando vueltas, aferrando a su vez, huyendo precipitadamente..., un torbellino en movimiento.

El asaltante del anciano chocó contra la pared húmeda y rodó a lo largo de ella. Quedó tumbado en la mojada basura del suelo del callejón, y alzó la vista, demasiado sorprendido para reflejar sorpresa.

Esa situación se había producido muchas veces anteriormente. Varios hombres habían juzgado al anciano como blanco fácil, pero él poseía el acerado poder de su condición. Incluso en esos días, a pesar de que estaba agonizando, era terrible por su fuerza. Y sin embargo, aunque hubiera ocurrido lo mismo muchas veces, en esta ocasión había una diferencia. La tensión no había desaparecido.

Rápida, deliberadamente, el anciano examinó al joven.

Cierto detalle le impresionó al instante. Pese a estar tendido en el suelo de cualquier forma, el adversario era especialmente garboso, tenía el garbo que proporciona una enorme coordinación física. El tacto de su mano, además, impenetrable y confiado... También ahí había fuerza. Y los ojos. Sí, la mirada era firme, inteligente, y con un curioso brillo suave, con inocencia...

—Levántate —dijo el viejo. Había sido criado de un aristócrata. Él mismo se había transformado en aristócrata, parecía serlo—. Arriba. No voy a pegarte más.

El joven sonrió, consciente de la ironía. El buen humor revoloteó en su mirada. A la tenue luz del callejón, sus ojos eran del color del leopardo..., no de los ojos de un leopardo, sino de su piel.

—Sí, y podrías pegarme, ¿eh, abuelito?

—Me llamo Vasyelu Gorin —dijo el anciano—. No soy padre de nadie, y mis inexistentes hijos e hijas no tienen descendencia. ¿Y tú?

—Me llamo Serpiente —repuso el joven. El viejo asintió. En realidad, tampoco se preocupaba por los nombres.

—Levántate, Serpiente. Has intentado robarme, porque eres pobre, porque ni tienes trabajo ni deseos de trabajar. Voy a comprarte algo de comer, ahora.

El joven siguió tendido, como si estuviera a gusto, en el suelo.

—¿Por qué?

—Porque deseo algo de ti.

—¿Qué? Tienes razón. Haré prácticamente cualquier cosa, si me pagas bien. Así que explícate.

El anciano miró al joven llamado Serpiente, y comprendió que todo lo que decía era verdad. Supo que estaba ante el hombre que había robado y que se había prostituido, robado de nuevo cuando los flaccidos cuerpos dormían, masculinos y femeninos por igual, exhaustos por el vampirismo sexual que él había practicado con ellos, extrayéndoles sus descarriadas almas por los poros del mismo modo que instantes más tarde extraería los billetes de bolsos y bolsillos. Sí, un vampiro. Quizás un asesino, también. Muy probablemente un asesino.

—Si estás dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa —dijo el anciano—, no es preciso que te lo explique por adelantado. Lo harás de todos modos.

—Casi cualquier cosa, eso he dicho.

—Adviérteme, pues —repuso Vasyelu Gorin, siervo de la Vampira—. ¿Qué cosa no harás? De esta forma me abstendré de pedírtelo.

El joven se echó a reír. Con un movimiento fluido se puso en pie. Cuando el anciano salió del callejón, lo siguió.

Para ponerlo a prueba, el anciano llevó a Serpiente a un restaurante de lujo, en lo alto de las blancas colinas de la ciudad, donde la vitrea geografía casi arañaba el cielo. Haciendo caso omiso del barro de su dilapidada chaqueta de cuero, Serpiente se transformó en intachable imagen del decoro, en algo que siempre acaba respetándose, en una persona despreocupada. El anciano, también despreocupado, apreció este gesto, aunque sabía que era simplemente un gesto. Serpiente había aprendido a ser principe. Pero era un gigolo con un armario repleto de pieles para ponerse. De vez en cuando los moteados ojos de leopardo, escrutadores y recelosos, delataban al joven.

Tras la excelente comida y el magnífico vino, el coñac, los cigarrillos sacados de la pitillera de plata (Serpiente había robado tres, pero, estilísticamente público, las llevaba sobresaliendo como púas de puercoespín en el bolsillo delantero), volvieron a salir bajo la lluvia.

La oscuridad aumentaba, y el solícito Serpiente cogió del brazo al anciano. Vasyelu Gorin se soltó, ofendido por la vulgaridad del gesto tras el aceptable detalle de los cigarrillos.

—¿He dejado de gustarte? —dijo Serpiente—. Puedo marcharme ahora mismo, si quieres. Pero podrías pagarme el tiempo perdido.

—Basta ya —repuso Vasyelu Gorin—. Vamos.

Risueño, Serpiente lo acompañó. Caminaron entre las relucientes pirámides de las tiendas, por sombríos túneles, sobre el mojado pavimento. En cuanto las vías públicas quedaron atrás y las praderas de los grandes huertos empezaron. Serpiente se puso tenso. El paisaje era menos familiar para él, obviamente. Esa parte del bosque era desconocida.

Los árboles caían desde el aire hasta los lados del camino.

—Podría matarte aquí —dijo Serpiente—. Coger tu dinero y echar a correr.

—Podrías intentarlo —repuso el anciano, pero cada vez estaba más molesto.

Ya no estaba seguro, y sin embargo estaba suficientemente seguro de que su envidia había asumido un tinte de odio. Si el joven era tan estúpido como para atacarle, qué sencillo sería partir el cuello columnar, cual claro ámbar, entre sus manos sin carne. Pero, claro, la princesa se enteraría. Sabría que él había encontrado algo para ella, y que había destruido el hallazgo. Y ella se mostraría generosa, y él la abandonaría, sabedor además de que le había fallado.

Cuando aparecieron los enormes portalones. Serpiente no hizo comentarios. Por entonces parecía haberlos previsto. El anciano entró en el parque, moviéndose con mayor rapidez a fin de que sus sentimientos quedaran atrás. Serpiente avanzaba a grandes zancadas junto al viejo.

Tres ventanas estaban iluminadas, en lo alto de la casa. Las ventanas de ella. Y mientras los dos hombres se aproximaban a la escalera de entrada, pasaban bajo las marañas de marfil y entraban en el porche, la sombra fina como un lápiz de la princesa saltó sobre las luces superiores, igual que humo, o como un espíritu.

—Creía que vivías solo —dijo Serpiente—. Creía que eras un solitario.

El anciano no dio más respuestas. Subió la escalera y abrió la puerta. Serpiente entró detrás y permaneció inmóvil hasta que Vasyelu Gorin encontró la lámpara que había en el nicho, junto a la puerta, y la encendió. Vidrio de un color sobrenatural destelló en los paneles de la puerta, y en los nichos de las ventanas a ambos lados, en buhos y lotos y distantes templos, adornados con volutas y luminosos, extrañamente alejados.

Vasyelu se dirigió hacia la escalera interior.

—Un momento —dijo Serpiente. Vasyelu se detuvo, sin responder—. Me gustaría saber cuántos amigos tuyos hay aquí, y qué piensan hacer tus amigos, y qué pinto yo en sus planes.

El anciano suspiró.

—Sólo hay una mujer, en la habitación de arriba. Voy a llevarte ante ella. Es una princesa. Se llama Darejan Draculas.

Empezó a subir los escalones.

—¿Qué? —dijo el visitante, abandonado en la oscuridad.

—Crees haber oído ese nombre. No te equivocas. Pero es otra rama.

Sólo oyó el primer paso cuando el pie tocó la alfombrada escalera. De un brinco, la criatura estuvo encima de él, y le quitó la lámpara de la mano. Serpiente danzaba detrás de la luz, rutilante e irreal.

—Drácula —dijo.

—Draculas. Otra rama.

—Un vampiro.

—¿Crees en esos seres? —dijo el anciano—. Deberías creer en ellos, por la vida que llevas, por tus depredaciones.

—Si esa palabreja tiene algo que ver con oraciones —dijo Serpiente—, yo nunca rezo.

—Depredaciones—repuso el anciano—. Pillajes. Ni siquiera sabes hablar tu idioma. Dame la lámpara. ¿O tendré que cogerla? La escalera es empinada. Esta vez podrías hacerte daño. Cosa que no beneficiaría a ninguno de tus oficios.

Serpiente hizo una ligera reverencia y devolvió la lámpara.

Siguieron subiendo la montaña alfombrada de la escalera, llegaron a un rellano, a un pasillo y a la puerta de la princesa.

Los accesorios de la vivienda, pese a que sólo se vislumbraban con el errático desplazamiento de la lámpara, eran muy atractivos. El anciano estaba acostumbrado a verlos, pero Serpiente, quizás, estaría tomando nota. Claro que, como había ocurrido con el tamaño e importancia de los portalones del parque, el joven ladrón podía haber previsto tanta elegancia.

Y no había abandono, ni una mota de polvo, no se olía a decadencia o, más trivialmente, no se olía a tumba. Regularmente llegaban mujeres de la ciudad para limpiar, bajo las severas órdenes de Vasyelu Gorin. Incluso había flores en el salón en las ocasiones en las que la princesa bajaba. Que eran muy escasas, en esa época. Cuan cansada había llegado a estar. No por la edad, sino aburrida de la vida. El anciano suspiró de nuevo, y llamó a la puerta de la princesa.

La respuesta sonó en voz baja. Vasyelu Gorin vio, por el rabillo del ojo, la reacción del joven: sus orejas casi se levantaron, como las de un gato.

—Espera aquí—dijo Vasyelu, y entró en la habitación.

Cerró la puerta y dejó al joven en la oscuridad.

Las ventanas, muy brillantes desde el exterior, eran negras por dentro. Las velas ardían, rojas y blancas cual claveles reventones.

La Vampira se hallaba sentada ante su pequeño clavicordio. Seguramente había estado tocándolo, su canto tan silencioso que raramente era audible al otro lado de la puerta. Hacía mucho tiempo, sin embargo, Vassu lo habría oído. Hacía mucho tiempo...

—Princesa —dijo—, he venido con alguien.

No estaba seguro de qué haría, o diría ella, enfrentada a la realidad. Incluso podía protestar, encolerizarse, pese a que él no la había visto enojada con frecuencia. Pero en ese momento Vassu comprendió que ella había supuesto, de forma tangible, que él no regresaría solo, y se había preparado. En cuanto la princesa se levantó, Vassu contempló el vestido de satén rojo, el enjoyado crucifijo de plata que llevaba al cuello, el plateado goteo de sus orejas. En las manos menudas, los grandes anillos agitaban sus colores oscuros. El cabello de la princesa, que jamás había perdido su negrura, se reducía a la altura de los hombros y fluctuaba a la moda de tan sólo hacía veinte años, encuadrando los famélicos huesos de su rostro en una salvaje lozanía. La Vampira estaba espléndida. Delgada, entrada en años, perdida ya la belleza, el corazón apagado, y no obstante... espléndida, prodigiosa.

Vasyelu la miró fija y humildemente, a punto de llorar porque, durante la mitad de la mitad de un momento, había dudado.

—Sí —dijo ella. Le ofreció una fugacísima sonrisa, como una rápida caricia—. En ese caso lo recibiré, Vassu.

Serpiente estaba sentado en el pasillo con las piernas cruzadas, a corta distancia. Había descubierto, en la oscuridad, un fino jarrón chino de la gama de colores yang ts'ai, y lo tenía entre sus manos, con el mentón apoyado en el borde.

—¿Tendré que romper esto? —preguntó.

Vasyelu hizo caso omiso de la observación. Señaló la puerta abierta.

—Ya puedes pasar.

—¿Puedo? Estás excitándome mucho.

Serpiente se puso en pie ágilmente. Todavía con el jarrón en la mano, entró en los aposentos de la Vampira. El anciano lo siguió y situó su cuerpo, vestido de negro, igual que una sombra, junto a la puerta, que en esta ocasión dejó abierta de par en par. Vasyelu contempló a Serpiente.

Tras dar un ligero rodeo, quizá de forma inconsciente, el ladrón había recorrido una tercera parte del largo de la sala en dirección a la mujer. Observando desde la oscuridad, Vasyelu Gorin pudo ver los movimientos de los tensos músculos a lo largo de la columna vertebral, como los de un animal que se apresta a saltar, o a huir. Sin embargo, no verle la cara, los ojos, era insatisfactorio. El anciano cambió de posición, se deslizó como una sombra por el borde de la habitación hasta obtener un punto de observación más favorable.

—Buenas noches —dijo la Vampira a Serpiente—. ¿Te importaría dejar el jarrón? O, si lo prefieres, destrózalo. La indecisión puede ser embarazosa.

—Es posible que prefiera quedarme con él.

—Oh, pues hazlo, por supuesto. Pero te sugiero que permitas a Vasyelu envolverlo, antes de irte. O alguien podría robártelo en la calle.

Serpiente se volvió, grácilmente, como un bailarín, y dejó el jarrón en una mesita. Tras mirar de nuevo a la princesa, sonrió.

—Hay muchas cosas valiosas aquí. ¿Cuáles me llevaré? ¿Qué me dice la cruz de plata que lleva puesta?

La Vampira sonrió también.

—Una joya heredada. Le tengo bastante cariño. No te recomiendo que intentes llevarte esto.

Los ojos de Serpiente se abrieron más. Su aspecto era de ingenuidad, de sorpresa.

—Pero pensaba que, si hago lo que usted me pide, si la hago feliz... podría quedarme con lo que me apeteciera. ¿No fue ese el trato?

—¿Y cómo te propones hacerme feliz?

Serpiente se acercó más a ella, merodeó a su alrededor, con gran lentitud. Disgustado, fascinado, el anciano observó al ladrón. Serpiente se situó detrás de la Vampira, se apretó contra ella, su aliento agitó los filamentos del cabello femenino. Pasó la mano izquierda por el hombro de la mujer, la deslizó desde el satén rojo hasta la seca y descolorida piel de su cuello. Vasyelu recordó el tacto de aquella mano, eléctrica y muy sensible, los dedos de un artista o un cirujano.

La Vampira no se alteró ni por un momento.

—No. No me harás feliz, hijo mío —dijo.

—Oh —le dijo Serpiente al oído—. No puede estar tan segura. Si le apetece, si le apetece de verdad, dejaré que me chupe la sangre.

La Vampira se echó a reír. Fue aterrador. Algo dormido pero intensamente potente pareció cobrar vida en su interior mientras se reía, igual que la llama de una brasa. El sonido, la pasmosa vida, alejó de ella al estremecido joven. Y durante un momento el anciano vio miedo en los ojos amarillos de leopardo, un miedo tan inherente al ser de Serpiente como producir miedo era inherente al ser de la Vampira.

Y la mujer, todavía despidiendo la llama de su poder, miró a Serpiente.

—¿Qué piensas que soy? —preguntó—. ¿Una bruja senil ansiosa de frotar su escamosa carne contra tu tersura? ¿Una bruja a la que tú, por no tener cordura ni remilgos, corromperás con los fantasmas, con las sobras del placer, y la matarás luego para arrancarle las joyas de sus dedos con tus dientes? ¿O acaso soy una bruja pervertida, deseosa de succionar tu juventud con tus jugos? ¿Soy eso? Vamos.

Su fuego menguó, crepitó y apagó la diversión, apagó todo lo que ella mantenía reprimido. Su voz se convirtió en una larga, larguísima aguja que espetó en la pared opuesta las palabras.

—Vamos. ¿Cómo puedo ser tan malévola y llevar el crucifijo en mi pecho? Mi viejo, arrugado, caído y vacío pecho. Vamos. ¿Qué es un nombre, al fin y al cabo?

Conforme el alfiler de su voz iba llegando al joven, éste se alejó de la pared. Por un instante hubo muestras de pánico en Serpiente. Estaba acostumbrado a las características del mundo. Los viejos que se arrastraban por lluviosos callejones eran incapaces de asestar potentes golpes con férreas manos. Las mujeres eran mariposillas que ardían, pero no quemaban, caracteres oropelados y suplicantes, no cuchillas de afeitar.

Serpiente se estremeció de pies a cabeza. Y luego su pánico se esfumó. Por instinto, dedujo algo del efluvio de la misma habitación. Con la vida que él llevaba, había acabado confiando casi siempre en sus instintos.

Se deslizó de nuevo hacia la mujer, no muy cerca esta vez, no más cerca de dos metros.

—Su criado, ese —dijo—, me llevó a un restaurante de lujo. Me emborrachó. Cuando estoy bebido digo cosas que no debería decir. ¿Comprende? Soy un palurdo. No debería estar aquí, en esta casa tan bonita que tiene. No sé qué decir a personas como usted. A una dama. ¿Comprende? Pero no tengo dinero. Nada. Pregúntele. Se lo expliqué todo. Haré cualquier cosa por dinero. Y mi forma de hablar, a algunos tipos les gusta. ¿Comprende? Así parezco peligroso. A la gente le gusta eso. Pero sólo es una comedia.

Mientras adulaba a la mujer, mientras dirigía hacia ella la infundada gloria de sus ojos. Serpiente había retrocedido, se encontraba casi en la puerta.

La Vampira no hizo movimiento alguno. Cual maravillosa estatua de cera, ella dominaba la habitación, roja, blanca y negra, y el anciano era una simple sombra en un rincón.

Serpiente se volvió bruscamente y salió corriendo. En la ciega oscuridad, recorrió el pasillo casi sin pisarlo, saltó hacia la escalera, tocó, saltó, tocó, llegó a la parte despejada de la casa. El centelleo de las estrellas permitía ver el vidrio de color de la puerta. Cuando ésta se abrió de par en par, Serpiente sabía perfectamente que le habían dejado escapar. Después, la puerta se cerró bruscamente a su espalda y él pasó precipitadamente bajo el marfil y por los escalones exteriores, y cruzó la breve pradera de altos y mojados árboles.

Hasta ese momento, de modo infalible, el instinto le había guiado curiosamente, cuando cruzó los portalones hacia el camino desierto echó a correr en dirección al núcleo de la ciudad, el instinto no le decía que estaba libre.

—¿Recuerdas que te interesaste desde el principio por el crucifijo? —preguntó la Vampira.

—Lo recuerdo, princesa. Me pareció extraño, entonces. Naturalmente, no lo comprendía.

—Y tú... —dijo ella—. ¿Qué pasará después de...? —Hizo una pausa, y agregó—: Después de que me dejes.

Vasyelu se alegró de que su muerte causara momentáneo dolor a la Vampira. No pudo evitarlo, en ese momento. Había visto el fuego reavivarse en ella, centellear y arder en su interior como no había hecho desde hacía medio siglo, encendido por la presencia del ladrón, el gigolo, el parásito.

—El es joven y fuerte —dijo el anciano—, y puede cavar una fosa para mí.

—¿Y ninguna ceremonia?

La princesa había pasado por alto el mal humor de Vassu, por supuesto, y el tacto que demostró avergonzó al anciano.

—Estar inmóvil será suficiente —dijo él—. Pero gracias, princesa, por tu preocupación. Supongo que eso no tendrá importancia. O no hay nada, o hay algo tan distinto que me asombrará.

—Ah, amigo mío. De modo que no te imaginas condenado.

—No —dijo él—. No, no. —Y de pronto hubo pasión en su voz. Un último fuego que ofrecer a la mujer—. En la vida que tú me diste, y estuve bendito.

La Vampira cerró los ojos, y Vasyelu Gorin presintió que la había herido con su amor. Y se alegró de ello, ya no como un hombre quisquilloso, sino a la manera de un amante.

El día siguiente, poco antes de las tres de la tarde, Serpiente regresó. Se había levantado viento, y parecía haber empujado al ladrón hasta la puerta con un montón de presurosas hojas muertas. Llevaba el cabello revuelto, y brillante, y las bofetadas del viento habían dado ridícula frescura a su rostro. Pero sus ojos estaban abatidos, cercados, apagados. Los ojos demostraban, como ningún otro de sus rasgos, que había pasado la noche, la madrugada, enzarzado en un segundo metodo comercial. Podrían haber corrido gruesas cortinas y apagado las luces, pero eso no le habría servido de ayuda. Los sentidos de Serpiente eran doblemente agudos en la oscuridad, y él veía a oscuras, igual que un lince.

—¿Sí? —dijo el anciano, mirándolo inexpresivamente, como si fuera un vendedor.

—Sí —dijo Serpiente, y entró con el viejo en la casa.

Vasyelu no se lo impidió. Naturalmente que no. Dejó que el joven, con todo el brillo que le había producido el viento y sus lastimosos ojos de libertino, avanzara hacia las puertas del salón y se introdujera allí. Vasyelu fue tras él.

Las persianas, de un sombrío color ebúrneo, estaban bajadas y las lámparas encendidas. En una lustrosa mesa las flores brotaban como espuma de un jarrón de jade. Había una segunda puerta que daba acceso a la pequeña biblioteca, y el tenue fulgor de las lámparas tremolaba del suelo al techo, sobre lomos con doradas capas, con un torrente de estáticos e inapreciables libros.

Serpiente entró, paseó por la biblioteca, y salió.

—No he cogido nada.

—¿Ni siquiera sabes leer? —espetó Vasyelu Gorin, mientras recordaba los tiempos en los que él, quinto hijo de un leñador, un zoquete y un borrachín, era incapaz de abrirse paso bebiendo o durmiendo en una vida carente de ventanas o vistas, una mera negrura de error y no reconocido aburrimiento.

Hacía mucho tiempo. En aquel pueblo que era un remiendo bajo los árboles. Y el castillo con sus luces rutilantes, los carruajes en el camino, brillantes, los oscuros árboles a ambos lados. Y recordó haber inclinado la cabeza como respuesta a una pregunta, y extraído una caja plateada de dulces de un bolsillo con la misma facilidad con que había sacado una moneda el día anterior...

Serpiente se sentó y se recostó cómodamente en el sillón. No estaba cómodo, y el anciano lo sabía. ¿Qué estaría pensando? Que había dinero allí, excentricidad con la que cebarse. Que podía cautivar a la mujer, a la vieja, como fuera. Siempre era posible inventar excusas para uno mismo.

Cuando la Vampira entró en el salón. Serpiente, experto, un gigolo, se puso en pie. Y a la Vampira le divirtió el gesto, levemente en esta ocasión. Vestía una túnica blanca como un hueso que le habían enviado de París el año anterior. Jamás se la había puesto hasta entonces. Sujeta al cuello se veía una aterciopelada rosa negra con una gota de rocío que temblaba en el solitario pétalo: una perla procedente de las joyas reales de un zar. El tacto de la Vampira, su inigualable tacto. Naturalmente, estaba diciendo la perla, este es el motivo de que hayas vuelto. Naturalmente. No hay nada que temer.

Vasyelu Gorin los dejó solos. Regresó más tarde con garrafas y vasos. La cena fría había sido preparada por personas de la ciudad que se encargaban de tales menesteres, paté, langosta y pollo, trozos de limón cortados igual que flores, trozos de naranja como soles, tomates que eran anémonas, y océanos de verde lechuga, y frío y rutilante hielo. Vasyelu decantó los vinos. Dispuso las cucharillas de plata para el café, cajas con distintos cigarrillos. La noche invernal se había cerrado ya sobre la casa y una mariposilla, excitada por las habitaciones brillantemente iluminadas, volaba entre las velas y las frutas multicolores. El anciano la capturó con una copa de vidrio, se la llevó y la soltó en la oscuridad. Durante cien años y más, jamás había matado un ser vivo.

De vez en cuando los oyó reír. La risa del joven era al principio demasiado elocuente, demasiado hermosa, demasiado irreal. Pero luego se hizo ronca, estrepitosa. Se hizo genuina.

El viento soplaba sin compasión. Vasyelu Gorin imaginó la frágil mariposilla batiendo las alas contra las inmensas alas del viento, cayendo agotada al suelo. Qué agradable sería el reposo.

En la última media hora antes del alba, la Vampira salió quedamente del salón y subió la escalera. El anciano sabía que ella le había visto aguardando en las sombras. Que ella ni le mirara ni le llamara era su esfuerzo por ahorrarle la visión del repentino resplandor que la cubría, su lustre directo y despiadado. Y de este modo el anciano lo vio indirectamente, nada más que eso. Vio la erguida silueta que ascendía, delgada y límpida como la de una niña. Sus ojos eran juveniles, reflejaban un reencuentro primordial, una novedad total.

En el salón, Serpiente dormía bajo su chaqueta en el alargado sofá blanco, con los cojines bordados bajo su mejilla. ¿Examinaría atentamente su cuello, al despertar, en un espejo?

El anciano observó el sueño del joven. La princesa le había enseñado a hablar cinco idiomas y a leer otros tres. Le había permitido descubrir la música, el arte, la historia y las estrellas. La profundidad, la compasión. Vasyelu Gorin había encontrado el cerrado sepulcro de la vida abierto en todas direcciones a increíbles, inexpresables panoramas. Y sin embargo... Y sin embargo... El trayecto debía tener un final. Consumido por el éxtasis y la experiencia, demasiado cansado ya para reír con alegría. Reposar era todo. Estar inmóvil. Sólo ella podía continuar, porque sólo ella era capaz de renacer eternamente. Para Vasyelu, una vez era suficiente.

Dejó durmiendo al joven. Cinco horas más tarde. Serpiente se marchó silenciosamente. Cogió todos los cigarrillos, pero nada más.

Serpiente vendió los cigarrillos con rapidez. En una de las cafeterías que frecuentaba, se reunió con ciertas personas que, percibiendo algún cambio en la fortuna del joven, lo incitaron a vanagloriarse. Serpiente no accedió, permaneció irritablemente reservado, vago. Era otro patrón. Un viejo encantado de hacerle regalos. ¿Dónde vivía el viejo? Oh, en un piso elegante, en la parte norte de la ciudad.

Parte del día. Serpiente paseó.

Cazador como era, desconfiaba de la despejada estepa que era la luz diurna. Había escasos refugios, y por lo mismo abundantes refugios para los seres que él acechaba. Por la tarde, se sentó en los jardines de un museo. Los estudianes iban y venían, seriamente solos o en alborotadores grupos. Serpiente los observó. Apenas eran más jóvenes que él, y sin embargo formaban otra especie. De vez en cuando, una chica, tras sorprender su mirada, le sonreía o trataba de demorarse, para interesarle. Serpiente no respondió. Con el económico desprecio de lo que había llegado a ser, desechaba esa clase de encuentros sexuales. La seducción, la juventud de aquellas chicas era un bien sin valor en otros aspectos. Ellas no iban a pagarle.

Pero Serpiente no despreciaba a la vieja. ¿Cuántos años debía de tener? Sesenta, quizá... No, muchos más. Noventa era más probable. Y sin embargo, su cara, su cuello y sus manos eran curiosamente tersas, sin arrugas. En ocasiones, ella aparentaba solamente cincuenta años. Y el cabello teñido, que debería darle un aspecto de mujer pintarrajeada, realzaba la ilusión de una mujer joven.

Sí, ella le fascinaba. Seguramente debía de haber sido actriz. Extranjera, teatral..., rica. Si estaba dispuesta a mantenerle, juzgándole erróneamente su gatito, él se prestaría gustoso al juego, algún tiempo.Le robaría en cuanto ella empezara a hartarse y él decidiera desaparecer.

No obstante, cierto rasgo en la sencillez de estos pensamientos inquietaba a Serpiente. La primera vez huyó, y ahora estaba inseguro del motivo. No por el nombre vampiresco, ciertamente, un nombre de teatro, Draculas, ¿qué otra cosa podía ser? Por otra cosa..., cierta conciencia de destino, para cuya idea su vocabulario carecía de término, y de explicación. Impulsado a huir, impulsado a regresar después, puesto que era una tontería no hacerlo. Y ella sabía tratarle bien. Con gracia, con elegancia. Ella se mostraría honorable, porque los de su clase siempre eran así. Acostumbrados a gastar dinero por capricho, tampoco se resistían a comprar personas. Jamás habían olvidado la carne, además, tenían un precio, puesto que sus raíces se hallaban firmemente trabadas en una época en la que habían existido esclavos.

Pero... Pero él no iría allí esa noche, pensó. No. Era aconsejable que ella no pudiera confiar en él. Iría mañana, o pasado mañana, pero no esa noche.

El rotante mundo se alejó del sol, pasó por un crepúsculo invernal, se sumió en la oscuridad. Serpiente se alegró de ver el fin de la luz, y de ver brotar falsa luz en los bloques de edificios, en las cafeterías.

Salió al amplio pavimento de una calle, y se acercó un hombre y le cogió del brazo por la derecha mientras otro individuo empezaba a caminar junto a Serpiente por la izquierda.

—Sí, es este, el que se llama Serpiente.

—¿Eres tú? —preguntó el hombre que caminaba junto a él.

—Claro que sí —dijo el otro, apretando con más fuerza el brazo del ladrón—. ¿No nos dieron una descripción exacta? ¿No tiene el aspecto de la descripción?

—Y está en el lugar preciso, además —convino el otro tipo, el que no agarraba a Serpiente—. En la zona precisa.

Los hombres vestían prendas pulcras e inclasificables. Sus rostros eran cetrinos y risueños, y miraban con fijeza. Se trataba de un acto rutinario al que ambos estaban acostumbrados. Serpiente no los conocía, pero sí conocía el tacto, el acento, la risueña fijeza de sus máscaras. Estaba tenso. Pero dejó que la tensión se fundiera, para que los desconocidos vieran y notaran que había desaparecido.

—¿Qué quieren?

El hombre que le agarraba por el brazo se limitó a sonreír.

—Simplemente ganarnos la vida —dijo el otro.

—Haciendo ¿qué?

La iluminada calle desapareció a ambos lados. Por delante, en la esquina, un solar donde una destrozada pared arremetía contra las sombras.

—Al parecer has molestado a alguien —dijo el hombre que solamente caminaba—. Los has molestado mucho.

—He molestado a mucha gente —dijo Serpiente.

—Estoy seguro de ello. Pero hay gente que no lo tolera.

—¿Quiénes? Podría ir a verlos.

—No. Ellos no quieren eso. No quieren que veas a nadie.

La negra esquina se hallaba a pocos metros.

—Podría arreglar las cosas.

—No. Para eso precisamente nos han pagado a nosotros.

—Pero si no sé...

Y Serpiente se volvió hacia el hombre que le sujetaba el brazo y le hundió el puño en su blanda panza. El desconocido le soltó y cayó.

Serpiente echó a correr. Cruzó el solar, entró en el brillante resplandor de la siguiente calle y casi estaba riendo cuando el cuchillo arrojado le alcanzó en la espalda.

Las luces dieron vueltas. Algo duro y frío le golpeó el pecho, la cara. Serpiente se dio cuenta de que era el pavimento. Había un ruido apagado y confuso, un sonido que se acercaba y se alejaba, quizás un gentío congregándose. Alguien se puso encima de sus costillas, le extrajo el cuchillo y el dolor empezó.

—¿Listo? —inquirió una voz sofocada por encima de su cuerpo: el hombre al que había golpeado en el estómago.

—Misión cumplida.

Sonó otra voz. Un coche se desvió hacia la acera y frenó roncamente. La puerta del vehículo se abrió y unas pisadas recorrieron el cemento. Detrás de él. Serpiente oyó que los dos hombres se alejaban rápidamente.

Serpiente se dispuso a levantarse, y averiguó sorprendido que era incapaz de hacer tal cosa.

—¿Qué ha pasado?—preguntó alguien, arriba, muy arriba.

—No lo sé.

—Mira, hay sangre—dijo una mujer en voz baja.

Serpiente hizo caso omiso de la observación. Al cabo de unos segundos intentó levantarse de nuevo, y logró ponerse de rodillas. Le habían herido, eso era todo. Notaba el dolor, pero ya no agudamente, confuso, como el ruido que escuchaba, acercándose y alejándose. Abrió los ojos. La luz había menguado, volvió en una gran oleada, se apagó de nuevo. Al parecer sólo había cinco o seis personas de pie alrededor de él. Cuando se levantó, las sombras más próximas retrocedieron.

—No debería moverse —dijo alguien en tono apremiante.

Una mano tocó el hombro de Serpiente, y se apartó al instante, igual que un insecto.

La luz se hizo negra, y el ruido arremetió contra él como la marea, inundó sus oídos, lo dejó aturdido. Algo le sostenía, y Serpiente lo apartó de él... una pared...

—Vamos, hijo —dijo un hombre.

Las luces se encendieron otra vez, de tal forma que evocaban un cine. No tardaría en encontrarse bien. Se alejó de la pequeña muchedumbre, sin mirar las caras. Con respeto, con reverente temor, la gente dejó marchar al herido, y todos contemplaron el reguero de sangre que iba dejando en el pavimento.

El reloj francés sonó dulcemente en el salón. Eran las siete. Al otro lado de la ventana, el parque estaba negro. Había empezado a llover otra vez.

El anciano había estado observando desde la ventana de la planta baja durante más de una hora. De vez en cuando se alejó inquietamente del vidrio, dio vueltas por la habitación, enderezó un cuadro, cogió un pétalo desechado por las flores moribundas. Luego volvió a la ventana, observó los árboles, la lluvia y la noche.

Menos de un minuto después de las campanadas del reloj, un fragmento de la estática oscuridad se desprendió y comenzó a moverse, muy despacio, hacia la casa.

Vasyelu Gorin se dirigió hacia el recibidor. Mientras andaba, miró la escalera. La lámpara del rellano estaba encendida, y la princesa se hallaba allí iluminada por los rayos de luz, con las manos colgando, elegantes, como si no pesaran, y la cabeza erguida.

—¿Princesa?

—Sí, lo sé. Por favor, apresúrate, Vassu. Creo que apenas nos queda margen.

El anciano abrió la puerta rápidamente. Bajó saltando los escalones con la misma ligereza que un muchacho de dieciocho años. La negra lluvia azotó su rostro, sugestiva de mil recuerdos, y Vasyelu se encontró corriendo por un huerto de Borgoña, por la ladera de una montaña en la Toscana, por la senda de un jardín silvestre cerca de la San Petersburgo que ya no era San Petersburgo, hasta que llegó hasta el cuerpo de un joven que yacía sobre las raíces de un árbol.

El anciano se agachó, y un ojo se abrió pálidamente en la oscuridad y le miró.

—Me dieron una cuchillada —dijo Serpiente—. Me he arrastrado hasta aquí.

Vasyelu Gorin se agachó bajo la lluvia hacia la hierba de Francia, Italia y Rusia y alzó en brazos a Serpiente. El cuerpo se bamboleó, era muy pesado, no ayudó a Vasyelu. Pero no importaba. Qué fuerte era él, podía maravillarse de eso, estaba en pie, soportando en su pecho el peso del joven, y tras dar media vuelta echó a correr hacia la casa.

—No sé —murmuró Serpiente—, no sé quién los envió. Cuánto me gustaría... ¿Es grave? No pensaba que fuera tan grave.

El marfil flotó sobre el rostro de Serpiente y éste cerró los ojos.

Cuando Vasyelu entró en el recibidor, la Vampira se hallaba ya en el escalón más bajo. Vasyelu se acercó con el moribundo, y lo dejó a los pies de la princesa. Luego se dispuso a marcharse.

—Aguarda —dijo ella.

—No, princesa. Se trata de un asunto íntimo. Entre vosotros dos, como en otro tiempo lo fue entre nosotros dos. No quiero verlo, princesa. No quiero ver lo mismo con otro.

Ella le miró un momento, igual que una niña, lamentando haberle molestado, reacia a ceder. Después asintió.

—Vete pues, querido mío.

Vasyelu se alejó al instante. Y no vio a la princesa cuando ésta acabó de bajar el escalón y se arrodilló junto a Serpiente en la alfombra turca cubierta de sangre desde hacía poco. Sí, Vasyelu creyó oír el susurro del vestido, cual fino papel de seda, el murmullo de la minúscula daga al abrirle la carne y finalmente el prolongado y mudo suspiro.

Vasyelu fue a la parte baja de la casa, llegó a la limpia y frígida cocina moderna llena de electricidad. Se sentó allí, y recordó el bosque próximo a la ciudad, las antorchas de los vociferantes aristócratas que iban en su busca por el robo de la caja de dulces, los golpes cuando lo cogieron. Recordó, como algo que vuelve a la memoria, sin dolor y sin opresión, qué se sentía al empezar a morir de esa forma, la confusa cólera, el ir y venir de objetos tangibles, largas pulsaciones de existencia que alternaban con profundos valles de inexistencia. Y luego aquel agónico e increíble arrastrarse, con los dedos en la misma tierra, impulsándose, las piernas capaces a veces de ayudarle, otras veces fallándole, cual pasajeros que hay que arrastrar con el resto. En el cementerio, al borde de la finca, Vasyelu dejó de moverse. No podía continuar.

El suelo era frío, y las blancas tumbas, curiosa vegetación petrificada sobre su cabeza, parecían succionar el negro cielo, de tal modo que ellas se oscurecían y el cielo palidecía.

Pero conforme el cielo iba quedándose sin sangre, el sabor anticipado del día iba poseyéndolo. En menos de una hora saldría el sol.

Vasyelu había oído hablar de ella, y sabía que acabaría siendo su siervo. Lo había sabido, tanto en su caso como en el del joven llamado Serpiente, gracias a un presagio de muerte violenta. Durante todo aquel día, mientras buscaba en la ciudad, nadie había tenido ese estigma, esa marca. Hasta que, en el callejón, la cálida mano le agarró por el cuello, hasta que escrutó aquellos ojos leopardinos. En aquel momento Vasyelu vio la marca, olió su aroma como si fuera hueso socarrado.

El anciano no tenía que preguntar (ni asombrarse de ello) cómo Serpiente, disminuido por una herida mortal, desangrándose y apenas consciente, había podido recorrer tanta distancia, arrastrándose por largas calles duras como uñas, por los jardines musgosos de los ricos, a través de los colosales portalones, por la empapada pradera teñida de noche, tanta distancia y agonizante. También él había hecho lo mismo, hacía más de dos siglos. Y allí le había encontrado ella, entre las altas y blancas tumbas. En cuanto los focos de sus ojos se ajustaron de nuevo, alzó la cabeza y la vio, la criatura más hermosa sobre la que se había posado su mirada. Ella le había dado su sangre. Vasyelu había bebido la sangre de Darejan Draculas, una princesa, una vampira. Un elixir extraordinario que le había salvado. Todas las heridas sanaron. La muerte se desprendió de él cual piel desgarrada y todo lo que él había sido (carroñero, ladrón, camorrista, borracho y, por determinado número de monedas, ramera), todo ello se desmoronó. Tras levantarse, Vasyelu había pisado todo ello, lo había dejado atrás. Se había acercado y arrodillado ante ella, del mismo modo que ella, pocos minutos antes, se había arrodillado ante él para abrigarle, para darle la vida de sus plateadas venas.

Y esto, todo esto, iba a ser para el otro. Ni siquiera la sangre de la princesa, al parecer, confería inmortalidad, sólo longevidad, próxima a su fin para Vasyelu Gorin. Y de este modo, muchas, muchísimas noches a partir de entonces, también el otro acabaría llegando al mismo vacío.

También Serpiente recordaría el momento de su despertar, sabría que otro iba a soportar la pasmosa emoción, y todo ello se repetiría después.

Por fin, con cierta sensación de culpa, el anciano salió de la higiénica cocina y volvió al resplandor del piso superior para situarse furtivamente en las sombras del borde de la luz. Sabía que ella percibiría su presencia, que no iba a molestarse por ello... ¿Acaso no había estado dispuesta a que él se quedara?

Todo estaba hecho.

El vestido de la Vampira yacía cual rosa abierta, el joven apoyado en ella, con los ojos muy abiertos, contemplando a la mujer. Y ella sería la criatura más hermosa que jamás había visto. Alrededor de él, invisibles, las desprendidas pieles de su vida, pellejos que él pisaría despreocupadamente. ¿Y ella?

La cabeza de la Vampira se inclinó hacia Serpiente. El oscuro cabello cayó blandamente. Su cara, empolvada por el brillo de la lámpara, era joven, rebosaba de vitalidad, serena vivacidad, encanto.

Todo había vuelto a ella. Había renacido.

Quizá fuera sólo una ilusión.

El anciano agachó la cabeza, en las sombras. La envidia, la pesadumbre habían desaparecido. Finalmente, su vida con la princesa se había convertido en otra piel que debía desprenderse. Iba a disfrutar la paz que ella quizá no tendría nunca, y se alegraba de ello. El joven serviría a la Vampira, y ella sería cazadora una vez más, y bailarina, un brillante fantasma que se deslizaría por el salón de baile de la ciudad, de esa ciudad y de otras, y de todos los mundos intermedios de tierra y espíritu.

Vasyelu Gorin se agitó en la plataforma de su existencia. Iba a marcharse ahora, o muy pronto. Ya escuchaba el murmullo del tren que se aproximaba. Sería muy sencillo, esta vez, totalmente al contrario que la otra. Partiría deseosamente, con todo hecho, en orden.

Sabiendo que ella estaba segura.

Incluso había un tenue color en las mejillas de la princesa, lozanía. O quizá fuera tan sólo una travesura de la lámpara. El anciano aguardó a que ambos estuvieran de pie y se alejaran tranquilamente hacia el salón antes de salir de las sombras para subir la escalera. Y escuchó el silencio, el silencio de la pareja, el silencio de los nuevos amantes.

Al pie de la escalera, más allá de la lámpara, la oscuridad era apacible, suave como el cabello de la Vampira. Vasyelu se adentró en la negrura sin temor, tiernamente.

Cuánto la había amado.

Tanith Lee


"Mala sangre", Jean Arthur Rimbaud


De mis antepasados galos, tengo los ojos azul pálido, el cerebro pobre y la torpeza en la lucha. Me parece que mi vestimenta es tan bárbara como la de ellos. Pero yo no me unto de grasa la cabellera.

Los galos fueron los desolladores de animales, los quemadores de hierbas más ineptos de su época.

Les debo: la idolatría y la afición al sacrilegio; ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria, la lujuria, magnífica; sobre todo, mentira y pereza.

Siento horror por todos los oficios. Maestros obreros, todos campesinos, innobles. La mano en la pluma equivale a la mano en el arado. -¡Qué siglo de manos!- Yo jamás tendré una mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desespera. Los criminales asquean como castrados: yo, por mi parte, estoy intacto y eso me da lo mismo.

Pero, ¿qué es lo que ha dotado a mi lengua de tal perfidia, para que hasta aquí haya guardado y protegido mi pereza? Sin ni siquiera servirme de mi cuerpo para vivir y más ocioso que el sapo, he subsistido dondequiera. No hay familia en Europa a la que no conozca. -Hablo de familias como la mía, que todo se lo deben a la Declaración de los Derechos del Hombre-. ¡He conocido cada hijo de familia!

***

¡Si yo tuviera antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!

Pero no, nada.

Me resulta bien evidente que siempre he sido de raza inferior. Yo no puedo comprender la rebelión. Mi raza no se levantó jamás sino para robar: así los lobos al animal que no mataron.

Rememoro la historia de Francia, hija mayor de la Iglesia. Villano, hubiera yo emprendido el viaje a Tierra Santa; tengo en la cabeza rutas de las llanuras suabas, panoramas de Bizancio, murallas de Solima, el culto de María, el enternecimiento por el Crucificado, despiertan en mí entre mil fantasías profanas. Estoy sentado, leproso, sobre ortigas y tiestos rotos, al pie de un muro roído por el sol. Más tarde, reitre, hubiera vivaqueado bajo las noches de Alemania.

Ah, falta aún: danzo en el aquelarre, en un rojo calvero, con niños y con viejas.

Mis recuerdos no van más lejos que esta tierra y que el cristianismo. Nunca acabaré de verme en ese pasado.

Pero siempre solo; sin familia; hasta esto, ¿qué lengua hablaba? Jamás me veo en los consejos del Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes del Cristo.

¿Qué era yo en el siglo pasado? Sólo hoy vuelvo a encontrarme. No más vagabundos, no más guerras vagas. La raza inferior lo ha cubierto todo -el pueblo, como dicen-; la razón, la nación y la ciencia. ¡Oh, la ciencia! Todo se ha hecho de nuevo. Para el cuerpo y para el alma -el viático- tenemos la medicina y la filosofía -los remedios de comadres y los arreglos de canciones populares. ¡Y las diversiones de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química! ...

¡La ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no había de girar?

Es la visión de los números. Vamos al Espíritu. Esto es muy cierto, es oráculo esto que digo. Lo comprendo, pero como no sé explicarme sin palabras paganas, querría callar.

***

La sangre pagana renace. El Espíritu está cerca, ¿por qué no me ayuda Cristo dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay, el Evangelio ha fenecido! ¡El Evangelio! El Evangelio.

Yo espero a Dios con gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.

Heme aquí en la playa armoricana. Ya pueden iluminarse de noche las ciudades. Mi jornada ha concluido; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos. Nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como metal fundido --como hacían esos caros antepasados en torno de las hogueras.

Regresaré con miembros de hierro, la piel oscura, los ojos furiosos: de acuerdo a mi máscara, me juzgarán de raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos inválidos feroces que retornan de las tierras calientes. Me inmiscuiré en los asuntos políticos. Salvado.

Ahora estoy maldito, tengo horror de la patria. Lo mejor es un sueño bien ebrio, sobre la playa.

***

No hay tal partida. Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento en mi flanco desde la edad de la razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra.

La última timidez y la última inocencia. Está dicho. No mostrar al mundo mis ascos y mis traiciones. ¡Vamos! La caminata, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.

¿A quién alquilarme? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener? ¿Entre qué sangre caminar?

Mas vale guardarse de la justicia. La vida dura, el simple embrutecimiento, levantar, con el puño seco, la tapa del ataúd, sentarse, sofocarse. Así, nada de vejez, ni de peligros: el terror no es francés.

-¡Ah! estoy tan desamparado, que ofrezco a cualquier divina imagen mis ímpetus de perfección.

¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí abajo, no obstante!

De profundis Domine, ¡si seré tonto!

***

Muy niño aún, admiraba yo al galeote intratable sobre el que siempre vuelve a cerrarse la prisión; visitaba las posadas y los albergues que él hubiera consagrado habitándolos; veía a través de su idea el cielo azul y el florido trabajo de los campos; husmeaba su fatalidad en las ciudades. Y él tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajante-y sólo se tenía a sí, ¡a sí mismo! como testigo de su razón y de su gloria.

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: "Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes adónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver". A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.

En las ciudades, el barro se me aparecía de pronto rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la pieza vecina, ¡como un tesoro en la selva! Buena suerte, gritaba yo, y veía en el cielo un mar de humo y de llamas; y a derecha, y, a izquierda, todas las riquezas ardían como un millar de rayos.

Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Yo me veía ante una muchedumbre exasperada, frente al pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! ¡Como Juana de Arco! "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás he pertenecido a este pueblo; yo no he sido jamás cristiano; yo soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy una bestia: os estáis equivocando ..."

Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Yo soy un animal, un negro. Pero yo puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: tú has bebido un licor no tasado, de la fábrica de Satán. Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Inválidos y viejos son tan respetables, que merecen ser hervidos. Lo más discreto es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.

¿Conozco al menos la naturaleza? ¿Me conozco? Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera se me ocurre que a la hora en que los blancos desembarquen, yo caeré en la nada.

¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!

***

Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.

He recibido en el corazón el rayo de la gracia. ¡Ah, no lo había previsto!

No he cometido mal alguno. Los días me van a ser ligeros, me será ahorrado el arrepentimiento. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, en la que vuelve a subir la luz, severa como los cirios funerarios. La suerte del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. No hay duda de que el libertinaje es tonto, el vicio es tonto; hay que arrojar lejos la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a sonar solamente la hora del puro dolor! ¿Voy a ser arrebatado como un niño para jugar en el paraíso olvidado de toda la desgracia?

¡Pronto! ¿Hay otras vidas? El sueño en medio de la riqueza es imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza no es más que un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.

El canto razonable de los ángeles se alza desde el navío salvador: es el amor divino. ¡Dos amores! Puedo morir de amor terreno, morir de abnegación. ¡Yo he dejado almas cuya pena se acrecentará con mi partida! Vos me elegisteis de entre los náufragos; ¿no son amigos míos los que quedan?

¡Salvadlos!

Me nació la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas no son ya promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios es mi fuerza y yo alabo a Dios.

***

El hastío ha dejado de ser mi amor. Las cóleras, los libertinajes, la locura -cuyos impulsos y desastres conozco, todo mi fardo está en el suelo. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia. Ya no sería capaz de pedir la confortación de un apaleo. No me creo embarcado para unas bodas, con Jesucristo por suegro.

No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Me abandonaron las aficiones frívolas. Ya no necesito la abnegación ni el amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad: retengo mi sitio en la cúspide de esta angélica escala de buen sentido.

En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no... no, no puedo. Estoy demasiado disperso, demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mí, mi vida no es suficientemente pesada, vuela y flota lejos por encima de la acción, ese caro lugar del mundo.

¡Cómo me convertí en solterona, para no haber sabido amar la muerte!

Si Dios me concediera la calma celeste, aérea, la plegaria, como a los antiguos santos. ¡Los santos! ¡qué fuertes! Los anacoretas, ¡artistas como ya no los hay!

¡Farsa continua! Mi inocencia me da ganas de llorar. La vida es la farsa en la que todos figuramos.

***

¡Basta! He aquí el castigo. ¡En marcha!

¡Ah, los pulmones arden, las sienes zumban! ¡La noche rueda por mis ojos, con todo este sol! El corazón ... los miembros ...

¿Adónde vamos? ¿Al combate? ¡Yo soy débil! Los otros avanzan. Las herramientas, las armas... ¡el tiempo!...

¡Fuego! ¡Fuego sobre mí! ¡Aquí! O me rindo. ¡Cobardes! ¡Yo me mato! ¡Yo me tiro a las patas de los caballos!

¡Ah! ...

-Ya me acostumbraré.

¡Eso sería la vida francesa, el sendero del honor!


sábado, 29 de abril de 2017

"Conclusión", Charles Cros

A Maurice Rollinant

Soñé divinos amores,
ebriedad de brazos y de vinos,
oro, plata, vanos reinos;

Yo dieciocho años, Ella, dieciséis.
Por gratos senderos
cabalgaríamos nuestros alazanes.

¡Lejos el tiempo de ingenuas
confesiones y temerarios deseos!
Sólo hay plata en mi pelo.

Las almas que necesitaría,
igual que las estrellas, están lejos.
Moriré borracho, en un rincón cualquiera.

Charles Cross

martes, 18 de abril de 2017

"Visión", Albert Samain

¡Música, inciensos, veneno, perfume... literatura!
Vibran las flores en efervescentes jardines:
y el Andrógino, ojos verdes, grandes, fosforecentes,
florece en el dorado osario de un mundo que se pudre.

A los apóstatas del sexo, les lleva como pasto,
bajo su veste en oro de joyas murmurantes,
carne de virgen ácida de espasmos chirriantes
y voluptuosidad fina aguzada en torturas.

El arco hace sangre al alma del violín,
el arte agonizante se agita en histerismos
oyéndole venir para alzar lo torcido...

El ardiente estigma quema la frente orate.
¡Gloria a los sentidos y a los nervios furiosos!
Un carnal Anticristo visita a los precitos.
¡Por fin llega, por fin, el tiempo del Andrógino!

Albert Samain
Poesía Simbolista Francesa

Fotografía: Fyodor Kisselev

domingo, 12 de febrero de 2017

"El adiós", Charles Van Lerberghe

EL ADIÓS

El ocaso refrescaba en las rosas. Inquietos por turbar ese desfalleciente encanto, seres desconocidos, voluptuosamente, atenuaban las cosas con velos de jacinto, semejantes al mar. Todo se borraba en un silencio calmo convirtiéndose en imperceptible ayer. Las cosas que morían parecían inmortales, otras, lánguidamente, se exhalaban al cielo, y para que al pensar no quedaran más penas, olvidándonos, se decían olvidar.

Pero, en esa hora suprema nuestros rostros tendían aún a la felicidad, rezagados en la tarde, en el adiós, en el llanto, en nosotros mismos rezagados; querríamos, aunque sea en vano toda esperanza, revivir el día hermoso y, solos, alcanzar la noche, pues solos, no sabemos separarnos de las cosas, a la hora en que el perfume se separa de las rosas, y la luz de nuestro umbral.

Charles van Lerberghe

Poesía Francesa Simbolista, ed,GREDOS. 2005

pag 130

Fotografía: Angel Thanatos

viernes, 27 de enero de 2017

"Una casa encantada", Virginia Woolf

(1921)

Nieta del escritor William Thackeray, hija del escritor Sir Leslie Stephen y esposa del también escritor Leonard Woolf, Virginia Woolf (1882-1941) es, junto con James Joyce, una de las figuras más importantes de la novelística inglesa del siglo XX y, sin duda, de todos los tiempos. Fue miembro del Grupo de Bloomsbury, que integraba con Leonard Woolf, E.M. Forster,  John Maynard Keynes, T.S. Eliot y su hermana, la también escritora Vanessa Bell. "Una casa encantada" es una pequeñísima muestra de su estilo sutil y desconcertante.

"A Haunted House", The Complete Shorter Fiction of Virginia Woolf, Harcourt & Brace, Florida, 1989.

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Donde quiera que uno se pusiera había una puerta que se cerraraba. Iban de cuarto en cuarto, la mano de uno en la mano del otro. Levantaban algo aquí, habrían algo allá, se apoderaban de las cosas. Eran una pareja de fantasmas.
-La dejamos por aquí -decía ella.
Y él añadía:
-Oh, pero la caja.
-Está arriba -murmuraba ella.
-Y en el jardín -susurraba él.
-Silencio -decían ambos-: los despertaremos. Pero no fueron ustedes quienes nos despertaron.
-Están buscándola. Están corriendo la cortina -quizá, diría uno, y leería una o dos páginas más-. Acaban de encontrarlo -diría uno con seguridad, y el lápiz se detendría cerca del margen.
Luego, cansado de leer, uno se levantaría y se dedicaría a hacer sus cosas, la casa totalmente vacía, las puertas siempre abiertas, sólo las palomas del bosque, burbujeantes de contento, el zumbido de la trilladora que llegaba desde la granja.
-¿Para qué vine aquí? ¿Qué estaba buscando?
Mis manos estaban vacías.
-Entonces debe estar arriba.
Sobre el desván había manzanas. Y de nuevo bajar, el jardín tranquilo como siempre; sólo había un libro tirado en el pasto.
Pero la habían dejado en el estudio. Y nadie era capaz de verlos. Las ventanas reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes sobre los cristales. Si se desplazaban por el estudio, las manzanas sólo mostraban su lado amarillo. Sin embargo, un momento después, si la puerta estaba abierta, derramadas sobre el piso, colgadas de las paredes, pendiendo del techo había... ¿qué?. Mis manos estaban vacías. La sombra de un tordo cruzaba por la alfombra; desde los pozos más profundos del silencio, la paloma silvestre burbujeaba su canto. "Seguro, seguro, seguro." La casa latía con golpes suaves. "El tesoro enterrado, el cuarto..." El latido se interrumpía. Ah: ¿Se trataba acaso de un tesoro enterrado?

Un momento después, la luz se había desvanecido. ¿Afuera, entonces? ¿En el jardín? Pero los árboles arrojaban oscuridad sobre los rayos erráticos del sol. Tan hermosos, tan extraños, los brillos helados en la superficie del cristal me parecían tan candentes cuando estaban del otro lado... El cristal estaba muerto; la muerte estaba entre nosotros. La muerte llegó primero para la mujer, cientos de años atrás. Dejó la casa abandonada, todas las ventanas fueron tapiadas. Los cuartos quedaron en tinieblas. Él se fue de la casa, se fue de ella; viajó hacia el norte y hacía el este, vio las estrellas girar en los cielos del sur; suspiró por la casa, la encontró derrumbada a los pies de una pendiente. "Seguro, seguro, seguro", golpearon alegremente los latidos de la casa. "El Tesoro es tuyo."
El viento ruge por la avenida. Los árboles se balancean y se doblan de acá hacia allá. Los rayos de la luna se estrellan salvajes contra la lluvia, caen. Pero la luz de la farola se derrumba pesadamente al atravesar la ventana. La vela arde rígida, quieta. Errante, por toda la casa, abriendo ventanas, susurrando para no despertarnos, la pareja fantasmal intenta encontrar el goce.
-Aquí dormíamos -dice ella.
Y él añade:
-No había límite para los besos.
-Despertar por las mañanas...
-La luz plateada entre los árboles...
-Escaleras arriba...
-En el jardín...
-Cuando llegaba el verano...
-En las nevadas del invierno...
Las puertas iban cerrándose a la distancia, con golpes tan suaves como el latido de un corazón.
Se acercan bastante; se detienen en la entrada. El viento se esparce. La lluvia derrama su plata sobre los cristales. Nuestros ojos se oscurecen: no escuchamos pasos a nuestro lado, no vemos a la dama que abre su abrigo espectral. Las manos de él protegen la linterna.
-Mira -suspira-. Se oye como si durmieran. Hay amor en sus labios.
Inclinados, con su lámpara plateada sobre nosotros, miran larga y profundamente.
Una larga pausa. El viento golpea de frente; también la llama se inclina, apenas. Salvajes fulgores de luna cruzan el piso y las paredes, y se entrecruzan y tiñen sus caras inclinadas, sus caras meditabundas, sus caras que escrutan a los durmientes y tratan de escrutar también sus goces más ocultos.
"Seguro, seguro, seguro", golpea con orgullo el corazón de la casa.
-Pasaron muchos años -suspira él.
- Volviste a encontrarme. Aquí -murmura ella-, durmiendo, leyendo en el jardín, riéndome, haciendo rodar las manzanas desde el desván. Aquí perdimos nuestro tesoro...
Están inclinados. Su luz alza los párpados de mis ojos. "Seguro, seguro, seguro", golpean salvajemente los latidos de la casa. Despierto y grito:
-¡Ah! ¿Este es su tesoro enterrado? La luz del corazón.

En Del amor de la Muerte.
Grupo editorial Vid, S.A. de C.V., 1999.
ISBN 968-7372-37-0